El Minotauro

El Minotauro acecha a sus presas por los callejones del olvido.

No sabe que la orquídea –esa flor de sangre tan admirada– calcina con su aliento cada intento de huida.

Una columna de humo forjada por los que ya murieron hace caer lágrimas de veneno sobre el suelo de circonita del laberinto.

Mientras la bestia se pasea indómita, nosotros visitamos su jaula con recelo, masticando el azufre del ambiente para combatir la memoria.

Huesos, neón y vísceras decoran las paredes de la prisión a la intemperie en la que se encuentra encerrado en Creta.

La tempestad de fuego, el mar y las Perseidas salpican con sus ascuas la cacería.

No hay ni un solo instante en que el derrumbe del cielo no amenace la vida.

El Minotauro, abatido, trata de tirar del ovillo de oro para encontrar el camino, pero sus pezuñas de animal rompen los preciadísimos filamentos.

Hay una fuente de nácar y aguamarina justo en el centro de todas las posibilidades.

Aves del paraíso de colores resplandecientes revolotean, graznan y tratar de posarse sobre la grupa del Minotauro, quien las ahuyenta con un grito más estremecedor que el estertor de un moribundo.

Olfatear el rastro de sangre de Ariadna podría ser una opción de escape para la bestia, pero todo lo sólido se desvanece en el aire.

Mientras el Minotauro se arrastra por el laberinto y levanta a su paso todo el polvo del universo, no deja de pensar en la frágil naturaleza de los cuerpos.

El deseo martiriza su carne. La marca de hierro sobre su lomo de mamífero refulge fluorescente en lo más oscuro de la noche.

¿Cómo va a acercarse a Ariadna, si apenas sabe dónde comienza el hombre y dónde termina la bestia?

¿Con qué idioma, animal o humano, le hará saber de sus sentimientos?

¿Qué destino le espera a una criatura extrañamente híbrida encerrada en la más perversa de las trampas del mundo?

¿Con qué manos abrazará el desastre de querer a Ariadna y no poder acariciarla?